Prohibido
pensar:
Tiempos
adversos para la filosofía
por Alfredo Lucero-Montaño
Estos son tiempos difíciles, tiempos adversos, para
la filosofía, y no sólo a escala mundial y nacional, sino también a escala provincial. Pero al ocuparnos ahora de los tiempos
adversos para la filosofía no nos referimos al hecho, reiterado a lo largo de su historia, del rechazo selectivo, por parte
del Estado o los factores ideológicos dominantes, de determinadas filosofías, sino al rechazo actual, por parte de la sociedad
en general, de la filosofía en cuanto quehacer. Y este hecho, o la tendencia que en él se manifiesta, lo encontramos recientemente
en la Universidad Autónoma de Baja California, como botón de muestra. Así se manifiesta en los rumores –auspiciados
por el silencio arrogante de los funcionarios de la universidad-- que rondan a la comunidad de profesores y estudiantes de
la carrera de filosofía, de la Escuela de Humanidades, sobre la función práctica o la utilidad de la filosofía que justifique
la existencia y continuidad del programa de filosofía en nuestra universidad. Ya los rumores mismos tiene como punto de partida
una actitud negativa hacia la actividad filosófica.
Aquí no podemos ignorar que esta percepción negativa de
la filosofía tiene un doble aspecto. El primero se da entre los grupos mayoritarios de la sociedad que se alimentan cultural
e ideológicamente de los medios masivos de comunicación –principalmente de la televisión. Pero hemos de reconocer que
esta actitud negativa, que se extiende también a las ciencias sociales y a las humanidades en general, no es nueva, pues la
idea de la inutilidad de la filosofía es tan vieja como la filosofía misma. Desde una percepción común y corriente, lo práctico
y útil se tiene como aquello que conviene al interés personal, particular, en su sentido más estrecho; desde un punto de vista
práctico-utilitario, no se ven pues las ventajas y razones que pueda tener el quehacer filosófico. Y en este sentido la filosofía
es inútil y el filósofo es sólo un hombre idealista, sin profesión ni oficio, en la sociedad.
Sin embargo, habría que reconocer que ese mismo hombre común
que así juzga a la filosofía tiene cierta idea sobre el sentido de la vida y la muerte, sobre la finitud y la inmortalidad
de la existencia, sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo digno y lo indigno, etcétera. Y posee
estas ideas aunque no haya llegado a ellas por la vía de la reflexión filosófica, sino respirándolas como el aire en el medio
social y cultural en que vive.
El segundo aspecto de la percepción negativa de la filosofía
se refiere a su significado social, es decir, a lo que es propio de una sociedad, como nuestra sociedad contemporánea, en
la que todas las actividades humanas y sus productos se convierten en mercancías; una sociedad donde los valores más nobles
–la justicia, la solidaridad, la belleza, la dignidad humana—se subordinan al valor de cambio; en la que el lucro,
la ganancia y la utilidad, mueve las aspiraciones y las acciones de los hombres; y en la que la competencia, el egoísmo, la
indiferencia y la intolerancia como valores antisociales, alienados, hacen de nuestra sociedad un orden para la sobrevivencia,
primaria y básica, y contra la convivencia y sus valores de libertad, justicia, igualdad y solidaridad. En esta sociedad lucrativa,
competitiva y mercantilizada, la filosofía pues no es rentable. Y de ahí que en la enseñanza media y superior se aspire a
recortar las alas a la filosofía para que vuelen a sus anchas las disciplinas funcionales al mercado. Y a esa aspiración responde
la mayor parte de las universidades privadas y empresariales que se fundan exclusivamente para satisfacer las exigencias y
necesidades del mercado. Pero también es cierto que las universidades públicas no escapan del todo a esa tendencia productivista
y mercantilista.
Así que para justificar esta tendencia se arguye que la
filosofía no es práctica o productiva. Y en verdad no lo es, en el sentido mercantil. Estamos pues ante una actitud que responde
a un sistema socio-económico neoliberal, donde el proceso de globalización del capital financiero trastoca en mercancía todo
lo existente.
El trasfondo de estos dos tipos de percepción negativa de
la filosofía --la del hombre común que no ve ninguna utilidad personal en ella y la del capitalista o sus voceros que niegan
su utilidad económico-social por no ser rentable en el mercado— se origina, en la actualidad, en la hegemonía neoliberal
que sostiene una especie de consigna no escrita de Denkverbot: prohibido pensar.
El incumplimiento del proyecto emancipatorio de la modernidad o el fracaso del socialismo, como portador de la última
utopía, que desemboca en versiones totalitarias y burocráticas, justifican pues el camino de la conformidad y el desencanto, la decepción y la desconfianza en la razón; perdiéndose así todo compromiso con los valores,
ideales o causas que han asumido muchos filósofos desde Sócrates hasta Rawls. Escepticismo
pues en el papel de la razón, aceptación del mundo tal como está, renuncia a todo cambio. Lo que aquí encontramos es un proyecto
distópico que suspende la reflexión crítica y la valoración originaria de la sociedad existente; un proyecto que supone no
sólo la ausencia de ideologías disruptivas y utopías concretas, sino la celebración político-ideológica del fin de las aspiraciones
sociales, esto es, de una sociedad justa o una vida humana buena. Esta operación falaz consiste precisamente en suspender
la libertad de pensamiento, libertad que significa cuestionar ética y valorativamente el neoliberalismo y su previsible fracaso
en resolver la marginalidad y la miseria de amplios sectores sociales.
A estas percepciones negativas de la filosofía hay también
otra actitud que, ante la decepción y el descreimiento, intenta cobrar conciencia de las tendencias del cambio y, al tiempo,
reconocer la capacidad de renovación radical del pensamiento filosófico moderno, reivindicando su importancia, necesidad y
función social. Y no sólo en el sentido teórico como una actividad crítica capaz de interrogar sobre la justificación de las
creencias y actitudes predominantes de una época y ponerlas en cuestión, sino también en el sentido práctico de influir en
la creación de una figura renovada del mundo, contribuyendo así a dignificar y humanizar al hombre en su realidad.
Si la filosofía es juzgada inútil con un criterio estrecho,
egoísta e individualista, y si es improductiva desde un criterio productivista y mercantilista, sí es, por el contrario, práctica
y productiva, en un sentido verdaderamente humano y vital, como lo atestiguan momentos claves de la historia: al forjar la
moral y la política del ciudadano de la polis griega; al impulsar en el Renacimiento y en la modernidad la liberación del
individuo del despotismo y la miseria; al inspirar las revoluciones democráticas, desde el siglo XVIII; al denunciar, desde
Rousseau hasta Habermas, el perverso camino que tomaba el progreso científico y tecnológico y, para no alargar los ejemplos,
al plantearse con Marx la necesidad y posibilidad de cambiar el mundo de las relaciones de explotación y dominación entre
los hombres y los pueblos.
Si nos preguntamos hoy dónde está la importancia y la utilidad
de la filosofía, habrá que responder a ello situándonos en el mundo en el que se hace la pregunta: un mundo injusto y abismalmente
desigual, un mundo indiferente, sin solidaridad, competitivo y egoísta. No es posible callar, ser indiferente o conformista
con este mundo que, por ello, tiene que ser criticado y transformado. Pero su crítica presupone los valores de libertad, justicia,
igualdad, dignidad humana, etcétera, que la filosofía se ha empeñado en esclarecer y reivindicar. Pues bien, ¿puede haber
hoy algo más práctico, en un sentido humano y vital, que este esclarecimiento y esta reivindicación por la filosofía de esos
valores negados y desvirtuados en la realidad?
Ahora bien, este mundo existente, justamente por la negación
de esos valores exige otro más justo, más libre, más igualitario, y otra vida más digna y plenamente humana, exigencia que
desde Platón a Marx ha preocupado a la filosofía. Pero el cambio hacia ella, ¿es posible? Pregunta inquietante a la que la
ideología dominante responde negativamente arguyendo una naturaleza humana inmutable, egoísta, agresiva e intolerante. Toca
a la filosofía salir al paso de esta maniobra fraudulenta al trastocar los rasgos propios del homo economicus de la
sociedad capitalista en rasgos esenciales de la naturaleza humana. Con ello la filosofía presta un valioso servicio no sólo
a la verdad, sino a la esperanza por un mundo posible, deseable, con respecto
al injusto y cruel en que vivimos. Y necesitamos también de la filosofía para deshacer los infundios de los ideólogos que
proclaman el fin de la historia, esto es, que la historia ya está escrita con el triunfo del capitalismo neoliberal y “democrático”
--hegemonizado y homogenizado por el imperialismo norteamericano.
Pero la historia, puesto que la hacen los hombres, ni está
ya escrita ni es inevitable. Y puesto que en estas cuestiones se halla en juego el destino mismo de los hombres, nada más
vital y práctico que el papel esclarecedor de la filosofía respecto a ellas.
Se hace pues necesario, en tiempos adversos, de confusión
e incertidumbre, de desencanto y desilusión, reivindicar la filosofía justamente por su importancia y utilidad social y humana,
práctica y vital.
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